Publicado en Gaceta Náutica de Septiembre 2011
Con el paso de los años he tenido el placer de llegar a conocer a muchos
profesionales de la mar que me han llenado de admiración tanto por su
calidad humana como por su profundo y vasto conocimiento de la mar.
Algunas de esas personas incluso han protagonizado episodios en los
que han arriesgado la embarcación con la que se ganan el pan y hasta su
propia vida para salvar la de otras personas en peligro. Pescadores,
patrones de embarcaciones turísticas, marinos mercantes y, desde luego,
militares y personal de Salvamento Marítimo no se lo han pensado dos
veces antes de ayudar a quienes lo necesitaban.
Pero en todas partes cuecen habas y entre los profesionales de la
mar, como entre los de tierra, podemos encontrar lo mejor y lo peor de
cada casa.
El salir cada día a la mar durante incontables horas, bajo todas las
condiciones climatológicas tiene un mérito innegable y puede ser que
uno llegue a considerarse más «propietario» de esas aguas que navega
todos los días que aquellos que sólo navegan por ellas unos pocos días
al año.
Es entonces cuando encontramos comportamientos poco respetuosos o
claramente hostiles entre algunos (afortunadamente pocos) profesionales
de la mar. Como ejemplo muy frecuente tenemos el de la embarcación de
vela a la que una embarcación de pesca obliga a virar in extremis para
evitar la colisión pese a tener reconocido el derecho de paso. Somos
muchos los que nos hemos encontrado en esa situación y realmente le
hubiera costado muy poco alterar unos pocos grados el rumbo o la
velocidad unas pocas vueltas para no obligar a una tripulación, a veces
inexperta, a realizar maniobras desesperadas con las velas.
También es algo más que un hecho aislado el ver a algunas
golondrinas saltarse a la torera la velocidad máxima de los puertos o
entrar a poco menos que avante toda en una cala para poder mostrarla a
los turistas sin dejar de cumplir el horario que se han impuesto. Poco
les importa que su velocidad provoque un violento balanceo a quienes se
encuentran amarrados o que los bañistas que encuentran a su paso casi
tengan que batir algún record regional de natación para ponerse a salvo.
Lo mismo podría decir aquel crucerista que lleva mucho tiempo
haciendo cola en una congestionada gasolinera y se le cuela por delante
un profesional con una preferencia difícilmente comprensible.
Antes de que nadie me lo diga, lo voy a decir yo mismo: tampoco los
recreístas son inmunes a lo que podríamos llamar malas prácticas
estivales. Así nos encontramos con buques de carga obligados a parar en
seco en medio de un canal porque un velero ignora las reglas que rigen
esos espacios; las omnipresentes quejas sobre las costumbres de las
motos de agua y las embarcaciones auxiliares que invaden las zonas de
bañistas o los «patrones» que utilizan las boyas de delimitación de zona
de baño como boya de fondeo para pasar el día.
No estaría de más que los recreístas nos tomásemos esto de la mar un
poco más en serio para ganarnos el respeto de los profesionales. Del
mismo modo que sería deseable que éstos entendieran que en verano ya no
están solos y que la falta de sentido común que puedan tener otros la
tienen que suplir ellos con una mayor responsabilidad y respeto.
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