Cuando uno se gana la vida en esto de la náutica, en
ocasiones corre el riesgo de pensar más en el corto plazo que en el largo
plazo. Ganar una cantidad importante de dinero de forma inmediata puede ser más
atractivo que asegurar un crecimiento sostenible en un horizonte de tiempo más
dilatado. Una acción rápida, un “pelotazo” fulgurante y mucho, mucho dinero
ganado con una venta relámpago de amarres o apartamentos tiene un atractivo
cegador para algunas personas.
Es entonces cuando se entra en la dinámica de lo que yo
llamo “jugar a ser Dios”.
Se sacan unos planos de una zona natural tal y como lo es
desde la Creación
y se dedica uno a trazar líneas de pantalanes, varaderos, amarres, gasolineras,
etc. en la certeza de que, de ésta forma, se mejora enormemente la labor divina
añadiendo todas las cosas imprescindibles que se le olvidaron al Creador.
Probablemente con las prisas de hacerlo todo en siete días, se le olvidaron
todas esas hermosísimas infraestructuras que embellecen y engalanan cualquier
bahía natural en la que se instalan.
Y lo curioso es que los que entran en esa dinámica realmente
se creen designados por el Altísimo para solucionar de un plumazo todos los
males que asolan a las personas y bestias terrestres y marinas. Unos males que
creen que se alivian a base de poner muertos, dragar, fondear pilones y llenar
de hormigón todo ese paisaje que alguien, por descuido, ha dejado virgen
durante tanto tiempo.
Pero todo tiene solución. Aquí te meto veintitantos
megayates; allí te ciego de hormigón una playa y la convierto en varadero; acá te
apiño un racimo de trescientos barcos y como guinda te prolongo un espigón con
una forma que me he inventado yo mismo porque los ingenieros no saben de esto
ni la mitad que yo.
Ya está. Ya hemos llenado de rayas un plano de una zona
natural. Pero ahora nos falta lo más difícil: convencer a los habitantes y
visitantes de esa zona de que lo que hemos dibujado es mucho mejor que el
paisaje natural y las pequeñas instalaciones que existen actualmente.
Para eso hay que ponerse una piel de cordero y balar
dulcemente que no se tiene ningún interés personal en todo lo que se pretende
hacer. Balar que con esas instalaciones se mejorará la vida de todos; vendrán
más turistas y más guapos; tendremos más trabajo; mejorará la gestión de los
amarres y hasta hará mejor tiempo.
Habrá incluso que hacer creer que detrás del proyecto no
existe ningún interés urbanístico, que los apartamentos que hay previsto
construir en realidad no lo están y que todo ese imperio de hormigón que se
proyecta será un remanso de paz donde los usuarios serán felices pagando unas
tarifas bajísimas porque (¿no lo hemos dicho ya?) no hay ningún interés privado
que nos mueva a proyectar todo esto, sino una encomienda divina, no lo
olvidemos.
Y de éste modo, haciendo los donativos necesarios a las
fundaciones de los partidos políticos de turno, habremos conseguido los
permisos y los dictámenes favorables de las comisiones de medio ambiente para
perpetrar a placer el crimen ecológico o paisajístico que se nos haya antojado.
Eso sí, sin ningún interés particular en ello.