(Publicado en la Gaceta Náutica de Enero 2011)
La difusión de la cultura marinera a través de sus escuelas deportivas es (o debería ser) la principal actividad y la razón de ser de los clubes náuticos. Al fin y al cabo, para gestionar amarres de una manera más o menos profesional ya existen las marinas privadas.
Los monitores deportivos son los encargados de ejecutar una labor tan importante como es la formación marinera de nuestros jóvenes. Precisamente en este año 2010, la administración no ha podido aguantar más y se ha decidido a meter la cuchara en la regulación de la actividad de los monitores de vela. Y vaya si han removido bien el chocolate. Tanto es así que en el organismo que hasta ahora impartía los cursos para la obtención de títulos de monitor de vela no tienen ni idea de si se van a convalidar esos títulos o qué va a pasar con esos profesionales para que sigan ganándose el sustento.
Un sustento que no es nada fácil de ganar. Desde que en las familias modernas los dos progenitores (A y B según las últimas “deposiciones” legales) han dimitido de su función de educadores, la misma recae con mayor o menor fortuna sobre los monitores de las cincuenta actividades extraescolares en las que se enrola a los chavales para que no aparezcan por casa.
Esta situación provoca que más de la mitad del tiempo de nuestros monitores se emplee en suplir las carencias de disciplina y respeto por los demás que sus alumnos se traen de casa, quedando la otra mitad de la clase para tratar de introducir los rudimentos de los deportes náuticos en sus tiernas cabecitas.
Por si fuera poca la labor de moldear una materia prima tan poco dócil, tienen que soportar la presión de las juntas directivas. Unas juntas directivas a las que, en algunos casos, les trae al fresco si el niño disfruta navegando, si está motivado o si se comporta de acorde a los principios de la competición leal (“fair play”, para los que no entiendan el Español). Ávidas de resultados y de campeones del mundo, los integrantes de algunas juntas apenas recuerdan nada sobre el funcionamiento básico de un niño, sus motivaciones y sus inquietudes. Por eso son los monitores los que tienen que refrescarles la memoria de vez en cuando (si reúnen el valor para hacerlo) cuando las cifras de alumnos y los datos de las clasificaciones no son los que esperaban.
Para colmo tenemos a algunos padres que, no contentos con tener la casa, el coche y el barco más grande que el vecino, también quieren que su hijo se clasifique en las regatas mejor que el de al lado. Esto sellega a convertir en una cuestión de estatus y ya se sabe que con el estatus no se juega. Si para conseguirlo hay que machacar a alguien, se le machaca. Aunque sea a su propio hijo.
De este modo he podido contemplar cómo en alguna regata un padre se dedicó a seguir a su hija por todo el campo profiriendo órdenes e insultos y humillándola a grito pelado delante de los doscientos chavales contra los que competía. La distancia no me impidió ver los enormes lagrimones que caían por las mejillas de la niña, que por otro lado no regateaba nada mal.
¿Podrá este hombre entender en su puñetera vida que ha convertido en un infierno para su hija lo que debería haber sido una hermosa experiencia de competición y aprendizaje en compañía de sus amigos y rivales?
¿Será posible que se entere de que, para que no se repita una situación así, su hija será capaz de dejar la vela y hasta la civilización occidental y retirarse a un monasterio budista?
Afortunadamente me dedico a denunciar actitudes extremas y no todos los padres son unos psicópatas que amargan la vida a sus hijos, ni todas las juntas directivas ignoran cómo se gestiona una escuela de vela ni todos los monitores están obligados a ser héroes cada día. Lo que espero es que este escrito sirva para reavivar la reflexión sobre estos temas y que así el deporte de la vela sea la maravillosa experiencia de la competición en medio de la naturaleza que siempre debería ser.
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